El siguiente rey de Roma fue Numa Pompilio, al que las historias nos
presentan como un rey filósofo y pacífico, entregado a la reflexión, que dedicó
su reinado a la unificación de la religión de los diversos pueblos –los propios
romanos, los sabinos y los etruscos- que habían confluido en Roma.
Mucho más inquieto fue su sucesor, Tulo Hostilio, que, ansioso por expandir
el territorio de Roma, llevó la guerra contra Alba Longa. Dio la casualidad de
que coincidieron en los dos ejércitos enemigos dos pares de trillizos: los
Curiacios por el lado albano y los Horacios por el lado Romano. Decidieron
ambos ejércitos que la suerte de la guerra se decidiera en un combate entre Horacios y Curiacios. Pronto
adquirieron ventaja los Curiacios, que dieron muerte a dos de los Horacios. El
tercer Horacio, viéndose en inferioridad contra los tres Curiacios y sabedor de
que su única posibilidad era enfrentarse a cada rival por separado, echó a
correr para que cada enemigo lo siguiera en la medida de sus posibilidades.
Cuando lo alcanzaba el segundo Curiacio ya el Horacio había dado muerte al
primero. Y para cuando el tercer Curiacio quiso ponerse a su altura, ya el Horacio
había acabado con el segundo. Quedaba pues la suerte de la guerra en manos de
un combate singular en el que el Horacio acabó con el último Curiacio.
Sin embargo, uno de los Curiacios
muertos estaba prometido a la hermana de los Horacios y cuando esta vio llegar
a su hermano con los despojos de su prometido, comenzó a lamentarse. Se
encolerizó el Horacio por este lamento a destiempo que venía a estropear su
gran momento de gloria y atravesó a su hermana con la espada. Los romanos, horrorizados
por el crimen, llevaron a juicio al Horacio, al que sólo salvó de la condena a
muerte una intervención in extremis
de su padre, que rogó a los jueces que no lo dejaran sin hijos –de cuatro que
tenía- en un solo día.
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