Si hacéis memoria, recordaréis,
espero, que la Historia de Roma podía dividirse en tres grandes períodos
determinados por el régimen político:
MONARQUÍA
(753 a.C.-509 a.C)
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REPÚBLICA
(509 a.C.-27 a.C.)
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IMPERIO
(27 a. C.-476 d. C.)
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Durante los meses anteriores
estudiamos las características definitorias de Monarquía (‘gobierno de uno
solo’) y República (‘la cosa pública’) y nos resta tratar del Imperio.
En el 27 a. C. Octavio, flamante
vencedor de la batalla de Accio, recibió del Senado los títulos de augustus (‘majestuoso’, ‘venerable’) y princeps (‘el primero del Senado’) y se
alteró notablemente el equilibrio de poderes del período republicano. Se
mantuvieron el Senado y las magistraturas republicanas pero como mera fachada.
Recordad que para los romanos todo lo que oliera a acumulación de poderes por
parte de una sola persona recordaba a la monarquía y resultaba odioso. Así que
Augusto mantuvo las instituciones republicanas pero las vació de poder.
Así, creó dos nuevos órganos administrativos que dependían directamente de
él: el Consejo del príncipe, que con
el tiempo llegó a suplantar a los senadores, y el alto funcionariado, dotado de poder ejecutivo.
Se rodeó, además, de una guardia
personal, la guardia pretoriana, y
de cohortes urbanas, cuyo objetivo era mantener el orden en la ciudad.
El ‘reinado’ de Augusto supuso,
pues, una considerable pérdida de libertades, aunque también se logró una
relativa calma interna y externa. Por ello suele hablarse de la pax
augusta. Esta calma vino acompañada del embellecimiento de Roma con
templos, basílicas y pórticos y Augusto se rodeó, además, de un grupo de
literatos –los principales autores clásicos- que, bajo la protección de su
amigo Mecenas, se dedicaron a engrandecer
el nombre de Roma y del propio Augusto: Virgilio,
Propercio, Horacio... De este Mecenas toma su nombre la designación que en
nuestra lengua se da a todo protector de las artes.
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