Finalizadas las Guerras Médicas
en el 479 a. C., se inició un período de cincuenta años que Tucídides, el gran historiador
ateniense del siglo V a. C., denominó Pentecontecia
(πεντηκονταετία). Durante estos años, la ciudad de Atenas, que había
salido reforzada de las Guerras Médicas, consolidó su liderazgo sobre el mundo
griego. En efecto, encabezaba la Liga de Delos, una alianza de
diferentes póleis que continuó la guerra
contra Persia. Los miembros de esta liga pagaban un impuesto a Atenas a cambio
de su protección. Recordad que ya en la batalla de Salamina se había demostrado
su poderío naval. El auge económico se tradujo también en gloria artística y
cultural y fue durante estos años cuando la democracia ateniense de la que
hablábamos el otro día tuvo su mayor esplendor.
Sin
embargo, otras póleis de Grecia como
Esparta, cuyo poder era, más bien, terrestre y cuyo modelo político era bien
distinto a la democracia ateniense, no toleraron bien esta hegemonía. En el 431
a. C. se inició la llamada Guerra del Peloponeso, que toma su nombre
de la península que podéis ver en el mapa.
Etimológicamente Peloponeso
significa ‘isla de Pélope’, aquel muchacho al que su padre Tántalo descuartizó
para dárselo de comer a los dioses.
El
caso es que la Guerra del Peloponeso enfrentó a dos grandes coaliciones de póleis griegas respectivamente lideradas
por Atenas, por un lado, y Esparta, por otro. Esta guerra se prolongó del 431
a. C. al 404 a. C. y tras victorias alternativas en uno y otro bando, la
flota ateniense fue destruida y su ejército diezmado y esclavizado.
La en
otro tiempo próspera y revolucionaria democracia ateniense fue sustituida por
el breve pero brutal régimen de los Treinta Tiranos, marcado por
ejecuciones, expropiaciones de bienes, etc.
Una
fuente fundamental para el conocimiento de esta guerra es la Historia de la Guerra del Peloponeso del
historiador Tucídides, en cuyo libro II se incluye el célebre discurso fúnebre (λόγος ἐπιτάφιος)
pronunciado por
Pericles en honor de los caídos durante el primer año de la guerra. Lo
reproduzco a continuación, no para que lo estudiéis, sino para que lo leáis con
calma y atención, pues en él se condensa todo aquello de lo que los atenienses
estuvieron más orgullosos.
Discurso
de Pericles en honor de los muertos
“La mayoría de los que hasta
este momento han pronunciado discursos en este lugar, elogian en gran manera
esta costumbre antigua de honrar ante el pueblo a aquellos soldados que
murieron en la guerra, pero a mí, en cambio, me parece que las solemnes
exequias que públicamente celebramos hoy son el mejor elogio de aquellos que
por su heroísmo las han merecido. Y también me parece que no se debe dejar a la
palabra de un solo hombre el hablar de las virtudes y heroísmo de tan buenos
soldados, ni tampoco creer lo que diga, ya sea un buen o mal orador, pues es
difícil expresarse con justeza y moderar los elogios al hablar de cosas de las
que apenas se puede tener una ligera sombra de la verdad. Porque, si el que oye
ha sido testigo de los hechos, y quiere bien a aquel de quien se habla, siempre
cree que el elogio es insuficiente en razón de lo que él desea y de lo que
sabe; y por el contrario, al que los desconoce le parece, impulsado por la
envidia, que hay exageración en lo que supera su propia naturaleza. Los elogios
pronunciados a favor de otro pueden soportarse sólo en la medida en que uno se
cree a sí mismo susceptible de realizar las mismas acciones. Lo que nos supera,
excita la envidia y, además, la desconfianza. Sin embargo, ya que nuestros
antepasados admitieron y aprobaron esta costumbre, yo debo también someterme a
ella y tratar de satisfacer de la mejor manera posible los deseos y
sentimientos de cada unos de vosotros. Empezaré, pues, por elogiar a nuestros
antepasados. Pues es justo y equitativo rendir homenaje al recuerdo. Esta
región, que han habitado sin interrupción gentes de la misma raza, ha pasado de
mano en mano hasta hoy, guardando siempre su libertad gracias a su esfuerzo. Y
si aquellos antepasados merecen nuestro elogio, mucho más lo merecen nuestros
padres. A la herencia que recibieron añadieron, al precio de su trabajo y sus
desvelos, la potencia que poseemos, porque ellos nos la han legado. Nosotros la
hemos acrecentado. Aquellos que aún vivimos y nos encontramos en plena madurez,
somos quienes hemos aumentado y abastecido la ciudad de todas las cosas
necesarias, así en la paz como en la guerra. Nada diré de las proezas y hazañas
guerreras que nos han permitido alcanzar la situación presente, ni de la
valentía que nosotros y nuestros antepasados hemos demostrado defendiéndonos de
los ataques de los bárbaros o de los griegos. Todos las conocéis, por eso no
voy a hablar de ellas. Pero la prudencia y el arte que nos ha permitido llegar
a este resultado, la naturaleza de las instituciones políticas y las costumbres
que nos han ganado este prestigio, es necesario que sean expresadas ante todo.
Después, continuaré con el elogio a nuestros muertos. Porque me parece que en
las actuales circunstancias es oportuno traer a la memoria estas cosas y que
será provechoso que las oigan tanto los ciudadanos como los forasteros que se
han reunido hoy aquí.
“Nuestra constitución política
no sigue las leyes de las otras ciudades, sino que da leyes y ejemplo a los
demás. Nuestro gobierno se llama democracia, porque la administración sirve a
los intereses de la masa y no de una minoría. De acuerdo con nuestras leyes, todos somos iguales en lo que se refiere
a nuestras diferencias particulares. Pero en lo relativo a la participación
en la vida pública, cada cual obtiene la consideración de acuerdo con sus
méritos y es más importante el valor personal que la clase a la que pertenece;
es decir, nadie siente el obstáculo de su pobreza o inferior condición social,
cuando su valía le capacita para prestar servicios a la ciudad. Nosotros, pues,
en lo que corresponde a la república, gobernamos libremente y, asimismo, en las
relaciones y tratos que tenemos diariamente con nuestros aliados y vecinos, sin
irritarnos porque obren a su manera, ni considerar como una humillación sus
goces y alegrías, que a pesar de no producirnos daños materiales, nos ocasionan
pesar y tristeza, aunque siempre tratamos de disimularlo. Al tiempo que no
existe el recelo en nuestras relaciones particulares, nos domina el temor de
infringir las leyes de la república, sobre todo obedecemos a los magistrados y
a las leyes que defienden a los oprimidos y, aunque no estén dictadas, a todas
aquellas que atraen sobre quien las viola un desprecio universal.
“Y, además, para mitigar el
trabajo, hemos procurado muchos recreos al alma; hemos instituido juegos y
fiestas que se suceden cada año; y hermosas diversiones particulares que a
diario nos procuran deleite y disminuyen la tristeza. La grandeza e importancia
de nuestra ciudad atrae los frutos de otras tierras, de modo que no sólo
disfrutamos de nuestros productos, sino de los que nacen en el universo entero.
“En lo que se refiere a la
guerra, somos muy distintos a nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que
nuestra ciudad esté abierta a todas las gentes y naciones, sin vedar ni
prohibir a cualquier persona que adquiera informes y conocimientos, aunque su
revelación pueda ser provechosa a nuestros enemigos; pues confiamos tanto en
los preparativos y estrategias como en nuestros ánimos y vigor en la acción. Y
aunque otros, en cuanto a la educación, acostumbren, mediante un entrenamiento
fatigoso desde niños, su potencia viril; nosotros, a pesar de nuestra forma de
vivir, no somos menos osados y valientes para afrontar el peligro cuando la
necesidad lo exige. De esto es buena prueba que los lacedemonios jamás se
atrevieron a entrar en nuestra tierra sin ir acompañados de todos sus aliados;
mientras que nosotros, sin ayuda alguna, hemos hecho incursiones en el
territorio de nuestros vecinos y muchas veces, sin gran dificultad, hemos
derrotado en país extraño a los adversarios que defendían sus propios hogares.
Ninguno de nuestros enemigos se ha atrevido a atacarnos cuando habíamos reunido
todas nuestras fuerzas, tanto a causa de nuestra experiencia en las cosas del
mar, como por los muchos destacamentos que tenemos en diversos lugares de
nuestro territorio. Si por azar nuestros enemigos derrotan alguna vez a un
destacamento de los nuestros, se jactan de habernos vencido a todos y si, por
el contrario, les derrota una parte de nuestras tropas, dicen que han sido
atacados por todo el ejército.
“Y efectivamente preferimos el
reposo y el sosiego cuando no estamos obligados por necesidad al ejercicio de
trabajos penosos y también [preferimos] el ejercicio de las buenas costumbres a
vivir siempre con el temor de las leyes; de forma que nonos exponemos al
peligro cuando podemos vivir tranquilos y seguros, prefiriendo la fuerza de la
ley al ardor de la valentía. Tenemos la ventaja de no preocuparnos por las
contrariedades futuras. Cuando llegan, estamos en disposición de sufrirlas con
buen temple como los que siempre han estado acostumbrados a ellas. Por estas
razones y otras más aún nuestra ciudad es digna de admiración. Al tiempo que
amamos simplemente la belleza, tenemos una fuerte predilección por el estudio.
Usamos la riqueza para la acción, más que como motivo de orgullo, y no nos
importan confesar la pobreza, sólo consideramos vergonzoso no tratar de
evitarla. Por otra parte, todos nos preocupamos de igual modo de los asuntos
privados y públicos de la república que se refieren al bien común o privado y
gentes de diferentes se preocupan también de las cosas públicas. Sólo nosotros
juzgamos inútil y negligente al que no se cuida de la república. Decidimos por
nosotros mismos todos los asuntos de los que antes nos hemos hecho un estudio
exacto: para nosotros, la palabra no impide la acción, lo que la impide es no
informarse antes detenidamente de ponerla en ejecución. Por esot nos
distinguimos, porque sabemos emprender las cosas aunando la audacia y la
reflexión más que ningún otro pueblo. Los demás, algunas veces por ignorancia,
son más osados de lo que requiere la razón, y otras, por querer fundarlo todo
en razones, son lentos en la ejecución.
“Sería justo tener por
valerosos aquellos que, aun conociendo exactamente las dificultades y ventajas
de la vida, no rehúyan el peligro.
“En lo que se refiere a la
generosidad, también somos muy distintos a los demás, porque procuramos
adquirir amigos dispensándoles beneficios antes que recibiéndolos de ellos,
pues el que hace un favor a otros está en mejor condición que quien lo recibe
para conservar su amistad y benevolencia, mientras que el favorecido sabe que
ha de devolver el favor, no como si hiciera un beneficios, sino en pago de una
deuda. También somos los únicos en usar la magnificencia y liberalidad con
nuestros amigos y no tanto por cálculo de la conveniencia como por la confianza
de la libertad.
“En una palabra, afirmo que
nuestra ciudad es, en conjunto, la escuela de Grecia, y creo que los ciudadanos
son capaces de conseguir una completa personalidad para administrar y dirigir
perfectamente a otras gentes en cualquier aspecto. Y todo esto no es una
exageración retórica dictada por las circunstancias, sino la misma verdad; la
potencia que estas cualidades nos han conquistado, os lo demuestran claramente.
Atenas es la única ciudad del mundo que posee más fama que todas las demás. Es
la única que no da motivos de rencor a sus enemigos por los daños que les
inflige, ni desprecio a sus súbditos por la indignidad de sus gobernantes. Esta
potencia la demuestran importantes testigos y de una manera definitiva para
nosotros y para nuestros descendientes. Ellos nos tendrán en gran admiración
sin que tengamos necesidad de los elogios de un Homero, ni de ningún otro, para
adornar nuestros hechos con elogios poéticos capaces de seducir únicamente,
pero cuya ficción contradice la realidad de las cosas. Sabido es que gracias a
nuestro esfuerzo y osadía hemos conseguido que la tierra y el mar por entero
sean accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos eternos
de las derrotas infligidas a nuestros enemigos y de nuestras victorias.
“Esta es la ciudad pues que con
razón estos hombres no han querido dejar que fuera mancillada y por la cual han
muerto valerosamente en el combate; nuestros descendientes están dispuestos a
sufrirlo todo para mantener su defensa. Por estas razones me he extendido al
hablar de nuestra ciudad ya que quería demostraros que no luchamos por lo mismo
que los demás, sino por algo tan grande que nada lo iguala, y también para que
el elogio de los hombres objeto de nuestro discurso fuese claro y veraz. He
terminado ya con la parte principal. La gloria de la república se debe al valor
de estos soldados y de otros hombres semejantes. Sus actos están a la altura de
su reputación y existen pocos griegos de los que pueda decirse lo mismo. A mi
parecer nada demuestra mejor el valor de un hombre que este final, que entre
los jóvenes es un indicio y una confirmación entre los viejos. En efecto,
aquellos que no pueden hacer otro servicio a la república es justo que se
muestren valerosos en la guerra; pues han borrado el mal con el bien y sus
servicios públicos han sobradamente las equivocaciones de su vida privada.
Ninguno de ellos se dejó seducir por las riquezas hasta el punto de preferir
los deleites a su deber, ni tampoco ninguno dejó de exponerse al peligro con la
esperanza de escapar de la pobreza y hacerse rico, convencidos de que era
preciso el castigo del enemigo al goce de estos bienes, y mirando este riesgo
como el más hermoso, quisieron afrontarlo para castigar al enemigo y hacerse dignos de estos honores.
Sólo tuvieron confianza en ellos mismos en el momento de obrar y al encontrarse
ante el peligro sostenidos por la esperanza incluso ante la incertidumbre del
éxito. Prefirieron buscar su salvación en la destrucción del enemigo y en la
misma muerte que en el cobarde abandono; así escaparon al deshonor y perdieron
su vida. En el azar de un instante nos han dejado alcanzando la mayor cima de
la gloria y no el bajo recuerdo de su miedo.
“Así es como se mostraron
dignos hijos de la ciudad. Los supervivientes deben hacer todo lo posible para
conseguir una suerte mejor pero deben mostrarse al mismo tiempo intrépidos
contra sus enemigos, considerando que la utilidad y provecho no se pueden
reducir a las palabras de un discurso. También sería retrasarse inútilmente
enumerar ante gente perfectamente informada, como lo sois vosotros, todos los
esfuerzos encaminados a la defensa del país. Cuanto más grande os parezca el
poder de la ciudad, más debéis pensar que existieron hombres esforzados y
valientes que se lo procuraron por haber sabido practicar la audacia como
sentimientos de un deber y haberse conducido con honor durante toda su vida. Y
cuantas veces fracasaron no se creyeron en el derecho de privar a la ciudad de
su valor y es así como le sacrificaron su virtud como la más noble
contribución, haciendo el sacrificio de su vida en común y adquiriendo cada uno
por su parte una gloria inmortal que les ha ganado sepultura honorable. Y esta
tierra donde ahora descansan no es tanto como el recuerdo inmortal siempre
renovado y ensalzado en discursos y conmemoraciones. Los hombres eminentes tienen
la tierra entera por tumba. Lo que atrae la atención hacia ellos no es sólo las
inscripciones funerarias grabadas sobre la piedra; tanto en su patria como en
los países más alejados, su recuerdo persiste a pesar del epitafio, conservado
en el pensamiento y no en los monumentos.
“Envidiad pues su suerte, decid
que la libertad se confunde con la felicidad y el valor con la libertad y no
miréis con desprecio los peligros de la guerra. No penséis que los ruines y
cobardes que no tienen esperanza de mejor suerte son más razonables en guardar
su vida que aquellos cuya vida está expuesta al peligro se aventuran a pasar de
la buena a la mala fortuna y que si fracasan verán su suerte completamente
transformada. Pues para un hombre sabio y prudente es más dolorosa la cobardía
que una muerte afrontada con valor y animada por la esperanza común.
“Por tanto no me compadezco por
la suerte de los padres que estáis presentes, sólo me limitaré a consolarles.
Ellos saben que entre las desventuras y peligros a que estuvieron sujetos
durante su vida se han ganado una merecida felicidad alcanzando esta honrosa
muerte como guerreros, al tiempo que vosotros recibís el dolor más honroso
viendo coincidir la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé muy
bien cuán difícil es persuadiros. Ante la felicidad de los demás, felicidad de
la que vosotros no habéis gozado, llegaréis en muchos momentos a recordar la
memoria de vuestros desaparecidos. Ahora bien, sufrimos menos cuando nos
privamos de los bienes que no hemos aprovechado que de la pérdida de aquellos a
los que estamos habituados. Es preciso por tanto sufrirlo pacientemente y
consolaros con la esperanza de tener otros hijos, aquellos de vosotros que
todavía estáis en edad. En vuestra familia los hijos que tengáis en adelante os
harán olvidar a los que ya no existen; y la ciudad ganará una doble ventaja: su
población no disminuirá y la seguridad estará garantizada, pues lo que entregan
a sus hijos al peligro en bien de la república, como lo han hecho los que
perdieron a los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo
hacen. En cuanto a los que no tenéis esta esperanza, recordad la suerte que
habéis tenido gozando de una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será
corto ¡que la gloria de los vuestros consuele vuestra pena!; sólo el amor de la
gloria no envejece y en la vejez no es capaz de seducirnos el amor al dinero,
como algunos pretenden, sino los honores que nos dispensan.
“Y vosotros, hijos y hermanos
de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo. No hay hombre
que no elogie la virtud y esfuerzo de los que murieron. A vosotros, a pesar de
vuestros méritos, os será muy difícil alcanzar su mismo nivel, y no digamos
superarlo. Porque, entre los vivos, el afán de emulación provoca siempre la envidia, mientras que
todos elogian y honran a los que mueren. También haré mención de las mujeres
que han quedado viudas, expresando mi pensamiento en una breve exhortación:
toda su gloria consiste en no mostrarse inferiores a su naturaleza y a que se
hable de ellas lo menos posible entre la gente, tanto en bien como en mal.
“He terminado. Conforme a las
leyes, mis palabras han expresado todo lo que me pareció útil. En cuanto a los
honores reales, han sido ya rendidos en parte a los que aquí yacen más honrados
por sus obras que por mis palabras. En adelante, sus hijos, si son menores,
serán adecuados hasta su adolescencia corriendo los gastos a cargo del Estado.
Es una corona ofrecida por la ciudad a fin de recompensar las víctimas de estas
batallas y sus supervivientes; pues los pueblos que recompensan la virtud con
magníficos premios obtienen también los mejores ciudadanos.
“Ahora, una vez que habéis
llorado en honor de los desaparecidos, retiraos.”
Fantástico discurso, lo he leído de principio a fin casi hipnotizado, los atenienses han sido desde siempre mi polis favorita.
ResponderEliminarSeguid así! Que conste que de vez en cuando ojeo el "Lvdvs Noctvrvs" :)
Gracias, Jorge! Te he reconocido por el estilo, jejeje. Me alegro de que te haya gustado el discurso fúnebre de Pericles, al parecer, más creación de Tucídides que real pero, por supuesto, magnífico. ¡Un abrazo, señor!
ResponderEliminarQue lo anoten tus nuevos "outsiders" para el día delas arengas, igualmente, un fuerte abrazo.
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