Al derrumbe del mundo
micénico siguieron varios siglos de silencio, de los que no disponemos de
ningún testimonio. Habrá que esperar al 800 a. C. para volver a tener
testimonios escritos, que ya no serán silábicos sino alfabéticos. Además, en
época Arcaica se advierte ya una acusada fragmentación dialectal, tal y como se
aprecia en el siguiente mapa:
Esta fragmentación
perduró durante la época Clásica. De hecho, cada género literario llevaba
asociado un dialecto. Así, el ático que estudiaremos en clase fue la lengua de
la filosofía de Platón, de la historiografía de Tucídides, de determinadas
partes del drama, etc. El dorio fue, a su vez, la lengua de la lírica coral.
Las diferencias dialectales
se fueron perdiendo en favor de una lengua común, κοινή γλῶσσα,
lengua de cultura y de uso comercial. Esta es la lengua de las primeras
traducciones griegas del Antiguo Testamento y de la redacción del Nuevo
Testamento.
El griego pervivió durante siglos como lengua del mundo bizantino o del
Imperio Romano de Oriente, cuya caída no se produjo hasta 1453. Fueron los
eruditos que entonces escaparon de la destrucción de Constantinopla a manos de
los turcos quienes recuperaron el conocimiento del griego en Occidente,
mientras en Oriente el esplendor griego quedó reducido a las ruinas
posteriormente descubiertas por los viejos poetas románticos del s. XIX.
A propósito de esto
último, os traigo aquí hoy un hermoso pasaje del relato “Missolongui, 1824”,
incluido en Antigüedades de John
Crowley, en el que un moribundo Lord Byron se deja llevar por la nostalgia:
«Tan pronto como mis pies tocaron estas playas, supe que por fin había llegado a mi verdadero hogar. Yo no era un ciudadano de Inglaterra en viaje por el extranjero. No: éste era mi país, mi clima, mi aire. Escalé el Himeto y escuché a las abejas. Subí a la Acrópolis. (Lord Elgin conspiraba a la sazón para saquear los edificios: quería llevar las estatuas a Inglaterra, enseñar a esculpir a los ingleses; a los ingleses que son tan capaces de esculpir como tú de patinar). Estuve en el bosque sagrado de Apolo en Claros: sólo que ya no existe allí ningún bosque, ahora todo es polvo. Tú, Loukas, tú y tus padres habéis talado todos los árboles, y los habéis quemado, no sé si por resentimiento o porque necesitabais leña, pero allí me detuve en medio de las nubes de polvo, a pleno sol, y pensé: He llegado dos mil años demasiado tarde. Ésa era la pena que empañaba mi felicidad, ¿te das cuenta? Yo no menospreciaba a los griegos de hoy, como lo hacían muchos de mis compatriotas, no pensaba como ellos que han degenerado, y que se merecen a sus amos turcos. No, yo me deleitaba con su compañía, muchachas y muchachos, albaneses, suliotas y atenienses. Estaba enamorado de Atenas, de sus calles estrechas y escuálidas, de sus mercados. No hacía excepción alguna. Sin embargo... Cómo deseaba no haberla perdido, y qué bien sabía que la había perdido para siempre. La Grecia de Homero; la de Píndaro; la de Safo. Sí, mi joven amigo: tú conoces soldados y ladrones con esos nombres; yo hablo de otros».
Muchas son las referencias
clásicas de este pasaje y nuestra tarea es localizarlas y averiguar qué
realidades esconden. ¡A ello!
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