jueves, 25 de febrero de 2021

ALEJANDRO MAGNO... ¡A LA CONQUISTA DEL MUNDO!


Llevamos insistiendo desde principio de curso en la idea de que “Grecia” fue durante siglos tan solo un constructo cultural y lingüístico, no administrativo. Sin embargo, la independencia de las diferentes póleis, algunas de ellas con un sistema tan participativo y democrático como Atenas, sufrió un fuerte retroceso cuando en el año 338 a. C., el territorio griego fue invadido por Filipo II, rey de Macedonia (vecinos norteños de Grecia). Entonces por vez primera fueron todos los griegos sometidos al gobierno de una sola persona. Contra el rey Filipo dirigió Demóstenes -aquel magnífico orador griego del que alguna vez os hablaba, el que se metía guijarros en la boca- sus célebres Filípicas.
Hijo del rey Filipo fue Alejandro Magno, el más grande general de la Antigüedad. Discípulo de Aristóteles -ahí es nada- durante su juventud, mostró desde bien pronto dotes de mando y aspiraciones de conquista, que le permitieron sofocar las revueltas griegas y lo lanzaron a Asia a la guerra contra los persas. En su marcha por Asia llegó incluso hasta la India, escenario mítico y prodigioso para los macedonios. Alejandro gustaba de presentarse como héroe homérico. Guardaba como un tesoro su ejemplar de la Ilíada, cuando visitó Troya por primera vez ofreció un sacrificio sobre las tumbas de diversos héroes y se presentaba como descendiente del mismo Zeus.
En el año 323 a. C. se sintió enfermo de repente en el transcurso de una fiesta, según algunos por un proceso febril, según otros, por haber sido envenenado. Murió al cabo de diez días. Su hazaña más duradera fue la de haber extendido la lengua y las instituciones griegas por el mundo oriental. Las ciudades-estado griegas jamás recobraron la independencia que habían perdido con Filipo.

Cerramos la lección de hoy con una pequeña tarea: ¿Qué es una filípica y por qué puede considerarse un sustantivo epónimo?

martes, 23 de febrero de 2021

EL IMPERIO ROMANO (I): AUGUSTO



Si hacéis memoria, recordaréis, espero, que la Historia de Roma podía dividirse en tres grandes períodos determinados por el régimen político:

MONARQUÍA
(753 a.C.-509 a.C)

REPÚBLICA
(509 a.C.-27 a.C.)
IMPERIO
(27 a. C.-476 d. C.)

Durante los meses anteriores estudiamos las características definitorias de Monarquía (‘gobierno de uno solo’) y República (‘la cosa pública’) y nos resta tratar del Imperio.
En el 27 a. C. Octavio, flamante vencedor de la batalla de Accio, recibió del Senado los títulos de augustus (‘majestuoso’, ‘venerable’) y princeps (‘el primero del Senado’) y se alteró notablemente el equilibrio de poderes del período republicano. Se mantuvieron el Senado y las magistraturas republicanas pero como mera fachada. Recordad que para los romanos todo lo que oliera a acumulación de poderes por parte de una sola persona recordaba a la monarquía y resultaba odioso. Así que Augusto mantuvo las instituciones republicanas pero las vació de poder.
Así, creó dos nuevos órganos administrativos que dependían directamente de él: el Consejo del príncipe, que con el tiempo llegó a suplantar a los senadores, y el alto funcionariado, dotado de poder ejecutivo.
Se rodeó, además, de una guardia personal, la guardia pretoriana, y de cohortes urbanas, cuyo objetivo era mantener el orden en la ciudad.
El ‘reinado’ de Augusto supuso, pues, una considerable pérdida de libertades, aunque también se logró una relativa calma interna y externa. Por ello suele hablarse de la pax augusta. Esta calma vino acompañada del embellecimiento de Roma con templos, basílicas y pórticos y Augusto se rodeó, además, de un grupo de literatos –los principales autores clásicos- que, bajo la protección de su amigo Mecenas, se dedicaron a engrandecer el nombre de Roma y del propio Augusto: Virgilio, Propercio, Horacio... De este Mecenas toma su nombre la designación que en nuestra lengua se da a todo protector de las artes.

viernes, 12 de febrero de 2021

LA GUERRA DEL PELOPONESO



Finalizadas las Guerras Médicas en el 479 a. C., se inició un período de cincuenta años que Tucídides, el gran historiador ateniense del siglo V a. C., denominó Pentecontecia (πεντηκονταετία). Durante estos años, la ciudad de Atenas, que había salido reforzada de las Guerras Médicas, consolidó su liderazgo sobre el mundo griego. En efecto, encabezaba la Liga de Delos, una alianza de diferentes póleis que continuó la guerra contra Persia. Los miembros de esta liga pagaban un impuesto a Atenas a cambio de su protección. Recordad que ya en la batalla de Salamina se había demostrado su poderío naval. El auge económico se tradujo también en gloria artística y cultural y fue durante estos años cuando la democracia ateniense de la que hablábamos el otro día tuvo su mayor esplendor.
Sin embargo, otras póleis de Grecia como Esparta, cuyo poder era, más bien, terrestre y cuyo modelo político era bien distinto a la democracia ateniense, no toleraron bien esta hegemonía. En el 431 a. C. se inició la llamada Guerra del Peloponeso, que toma su nombre de la península que podéis ver en el mapa. 

«Map Peloponnesian War 431 BC-es» de Marsyas (French original); Molorco (Spanish translation) - Création personnelle avec Adobe Illustrator (données basées sur E. Lévy, La Grèce au Ve siècle, Paris, 1995). Transcripción española según M. F. Galiano, La transcripción castellana de los nombres propios griegos, Madrid, 1969.. Disponible bajo la licencia CC BY-SA 3.0 vía Wikimedia Commons - https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Map_Peloponnesian_War_431_BC-es.svg#/media/File:Map_Peloponnesian_War_431_BC-es.svg

Etimológicamente Peloponeso significa ‘isla de Pélope’, aquel muchacho al que su padre Tántalo descuartizó para dárselo de comer a los dioses.
El caso es que la Guerra del Peloponeso enfrentó a dos grandes coaliciones de póleis griegas respectivamente lideradas por Atenas, por un lado, y Esparta, por otro. Esta guerra se prolongó del 431 a. C. al 404 a. C. y tras victorias alternativas en uno y otro bando, la flota ateniense fue destruida y su ejército diezmado y esclavizado.
La en otro tiempo próspera y revolucionaria democracia ateniense fue sustituida por el breve pero brutal régimen de los Treinta Tiranos, marcado por ejecuciones, expropiaciones de bienes, etc.
Una fuente fundamental para el conocimiento de esta guerra es la Historia de la Guerra del Peloponeso del historiador Tucídides, en cuyo libro II se incluye el célebre discurso fúnebre όγος ἐπιτάφιος) pronunciado por Pericles en honor de los caídos durante el primer año de la guerra. Lo reproduzco a continuación, no para que lo estudiéis, sino para que lo leáis con calma y atención, pues en él se condensa todo aquello de lo que los atenienses estuvieron más orgullosos.



Discurso de Pericles en honor de los muertos

“La mayoría de los que hasta este momento han pronunciado discursos en este lugar, elogian en gran manera esta costumbre antigua de honrar ante el pueblo a aquellos soldados que murieron en la guerra, pero a mí, en cambio, me parece que las solemnes exequias que públicamente celebramos hoy son el mejor elogio de aquellos que por su heroísmo las han merecido. Y también me parece que no se debe dejar a la palabra de un solo hombre el hablar de las virtudes y heroísmo de tan buenos soldados, ni tampoco creer lo que diga, ya sea un buen o mal orador, pues es difícil expresarse con justeza y moderar los elogios al hablar de cosas de las que apenas se puede tener una ligera sombra de la verdad. Porque, si el que oye ha sido testigo de los hechos, y quiere bien a aquel de quien se habla, siempre cree que el elogio es insuficiente en razón de lo que él desea y de lo que sabe; y por el contrario, al que los desconoce le parece, impulsado por la envidia, que hay exageración en lo que supera su propia naturaleza. Los elogios pronunciados a favor de otro pueden soportarse sólo en la medida en que uno se cree a sí mismo susceptible de realizar las mismas acciones. Lo que nos supera, excita la envidia y, además, la desconfianza. Sin embargo, ya que nuestros antepasados admitieron y aprobaron esta costumbre, yo debo también someterme a ella y tratar de satisfacer de la mejor manera posible los deseos y sentimientos de cada unos de vosotros. Empezaré, pues, por elogiar a nuestros antepasados. Pues es justo y equitativo rendir homenaje al recuerdo. Esta región, que han habitado sin interrupción gentes de la misma raza, ha pasado de mano en mano hasta hoy, guardando siempre su libertad gracias a su esfuerzo. Y si aquellos antepasados merecen nuestro elogio, mucho más lo merecen nuestros padres. A la herencia que recibieron añadieron, al precio de su trabajo y sus desvelos, la potencia que poseemos, porque ellos nos la han legado. Nosotros la hemos acrecentado. Aquellos que aún vivimos y nos encontramos en plena madurez, somos quienes hemos aumentado y abastecido la ciudad de todas las cosas necesarias, así en la paz como en la guerra. Nada diré de las proezas y hazañas guerreras que nos han permitido alcanzar la situación presente, ni de la valentía que nosotros y nuestros antepasados hemos demostrado defendiéndonos de los ataques de los bárbaros o de los griegos. Todos las conocéis, por eso no voy a hablar de ellas. Pero la prudencia y el arte que nos ha permitido llegar a este resultado, la naturaleza de las instituciones políticas y las costumbres que nos han ganado este prestigio, es necesario que sean expresadas ante todo. Después, continuaré con el elogio a nuestros muertos. Porque me parece que en las actuales circunstancias es oportuno traer a la memoria estas cosas y que será provechoso que las oigan tanto los ciudadanos como los forasteros que se han reunido hoy aquí.


“Nuestra constitución política no sigue las leyes de las otras ciudades, sino que da leyes y ejemplo a los demás. Nuestro gobierno se llama democracia, porque la administración sirve a los intereses de la masa y no de una minoría. De acuerdo con nuestras leyes, todos somos iguales en lo que se refiere a nuestras diferencias particulares. Pero en lo relativo a la participación en la vida pública, cada cual obtiene la consideración de acuerdo con sus méritos y es más importante el valor personal que la clase a la que pertenece; es decir, nadie siente el obstáculo de su pobreza o inferior condición social, cuando su valía le capacita para prestar servicios a la ciudad. Nosotros, pues, en lo que corresponde a la república, gobernamos libremente y, asimismo, en las relaciones y tratos que tenemos diariamente con nuestros aliados y vecinos, sin irritarnos porque obren a su manera, ni considerar como una humillación sus goces y alegrías, que a pesar de no producirnos daños materiales, nos ocasionan pesar y tristeza, aunque siempre tratamos de disimularlo. Al tiempo que no existe el recelo en nuestras relaciones particulares, nos domina el temor de infringir las leyes de la república, sobre todo obedecemos a los magistrados y a las leyes que defienden a los oprimidos y, aunque no estén dictadas, a todas aquellas que atraen sobre quien las viola un desprecio universal.


“Y, además, para mitigar el trabajo, hemos procurado muchos recreos al alma; hemos instituido juegos y fiestas que se suceden cada año; y hermosas diversiones particulares que a diario nos procuran deleite y disminuyen la tristeza. La grandeza e importancia de nuestra ciudad atrae los frutos de otras tierras, de modo que no sólo disfrutamos de nuestros productos, sino de los que nacen en el universo entero.


“En lo que se refiere a la guerra, somos muy distintos a nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que nuestra ciudad esté abierta a todas las gentes y naciones, sin vedar ni prohibir a cualquier persona que adquiera informes y conocimientos, aunque su revelación pueda ser provechosa a nuestros enemigos; pues confiamos tanto en los preparativos y estrategias como en nuestros ánimos y vigor en la acción. Y aunque otros, en cuanto a la educación, acostumbren, mediante un entrenamiento fatigoso desde niños, su potencia viril; nosotros, a pesar de nuestra forma de vivir, no somos menos osados y valientes para afrontar el peligro cuando la necesidad lo exige. De esto es buena prueba que los lacedemonios jamás se atrevieron a entrar en nuestra tierra sin ir acompañados de todos sus aliados; mientras que nosotros, sin ayuda alguna, hemos hecho incursiones en el territorio de nuestros vecinos y muchas veces, sin gran dificultad, hemos derrotado en país extraño a los adversarios que defendían sus propios hogares. Ninguno de nuestros enemigos se ha atrevido a atacarnos cuando habíamos reunido todas nuestras fuerzas, tanto a causa de nuestra experiencia en las cosas del mar, como por los muchos destacamentos que tenemos en diversos lugares de nuestro territorio. Si por azar nuestros enemigos derrotan alguna vez a un destacamento de los nuestros, se jactan de habernos vencido a todos y si, por el contrario, les derrota una parte de nuestras tropas, dicen que han sido atacados por todo el ejército.



“Y efectivamente preferimos el reposo y el sosiego cuando no estamos obligados por necesidad al ejercicio de trabajos penosos y también [preferimos] el ejercicio de las buenas costumbres a vivir siempre con el temor de las leyes; de forma que nonos exponemos al peligro cuando podemos vivir tranquilos y seguros, prefiriendo la fuerza de la ley al ardor de la valentía. Tenemos la ventaja de no preocuparnos por las contrariedades futuras. Cuando llegan, estamos en disposición de sufrirlas con buen temple como los que siempre han estado acostumbrados a ellas. Por estas razones y otras más aún nuestra ciudad es digna de admiración. Al tiempo que amamos simplemente la belleza, tenemos una fuerte predilección por el estudio. Usamos la riqueza para la acción, más que como motivo de orgullo, y no nos importan confesar la pobreza, sólo consideramos vergonzoso no tratar de evitarla. Por otra parte, todos nos preocupamos de igual modo de los asuntos privados y públicos de la república que se refieren al bien común o privado y gentes de diferentes se preocupan también de las cosas públicas. Sólo nosotros juzgamos inútil y negligente al que no se cuida de la república. Decidimos por nosotros mismos todos los asuntos de los que antes nos hemos hecho un estudio exacto: para nosotros, la palabra no impide la acción, lo que la impide es no informarse antes detenidamente de ponerla en ejecución. Por esot nos distinguimos, porque sabemos emprender las cosas aunando la audacia y la reflexión más que ningún otro pueblo. Los demás, algunas veces por ignorancia, son más osados de lo que requiere la razón, y otras, por querer fundarlo todo en razones, son lentos en la ejecución.


“Sería justo tener por valerosos aquellos que, aun conociendo exactamente las dificultades y ventajas de la vida, no rehúyan el peligro.


“En lo que se refiere a la generosidad, también somos muy distintos a los demás, porque procuramos adquirir amigos dispensándoles beneficios antes que recibiéndolos de ellos, pues el que hace un favor a otros está en mejor condición que quien lo recibe para conservar su amistad y benevolencia, mientras que el favorecido sabe que ha de devolver el favor, no como si hiciera un beneficios, sino en pago de una deuda. También somos los únicos en usar la magnificencia y liberalidad con nuestros amigos y no tanto por cálculo de la conveniencia como por la confianza de la libertad.


“En una palabra, afirmo que nuestra ciudad es, en conjunto, la escuela de Grecia, y creo que los ciudadanos son capaces de conseguir una completa personalidad para administrar y dirigir perfectamente a otras gentes en cualquier aspecto. Y todo esto no es una exageración retórica dictada por las circunstancias, sino la misma verdad; la potencia que estas cualidades nos han conquistado, os lo demuestran claramente. Atenas es la única ciudad del mundo que posee más fama que todas las demás. Es la única que no da motivos de rencor a sus enemigos por los daños que les inflige, ni desprecio a sus súbditos por la indignidad de sus gobernantes. Esta potencia la demuestran importantes testigos y de una manera definitiva para nosotros y para nuestros descendientes. Ellos nos tendrán en gran admiración sin que tengamos necesidad de los elogios de un Homero, ni de ningún otro, para adornar nuestros hechos con elogios poéticos capaces de seducir únicamente, pero cuya ficción contradice la realidad de las cosas. Sabido es que gracias a nuestro esfuerzo y osadía hemos conseguido que la tierra y el mar por entero sean accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos eternos de las derrotas infligidas a nuestros enemigos y de nuestras victorias.


“Esta es la ciudad pues que con razón estos hombres no han querido dejar que fuera mancillada y por la cual han muerto valerosamente en el combate; nuestros descendientes están dispuestos a sufrirlo todo para mantener su defensa. Por estas razones me he extendido al hablar de nuestra ciudad ya que quería demostraros que no luchamos por lo mismo que los demás, sino por algo tan grande que nada lo iguala, y también para que el elogio de los hombres objeto de nuestro discurso fuese claro y veraz. He terminado ya con la parte principal. La gloria de la república se debe al valor de estos soldados y de otros hombres semejantes. Sus actos están a la altura de su reputación y existen pocos griegos de los que pueda decirse lo mismo. A mi parecer nada demuestra mejor el valor de un hombre que este final, que entre los jóvenes es un indicio y una confirmación entre los viejos. En efecto, aquellos que no pueden hacer otro servicio a la república es justo que se muestren valerosos en la guerra; pues han borrado el mal con el bien y sus servicios públicos han sobradamente las equivocaciones de su vida privada. Ninguno de ellos se dejó seducir por las riquezas hasta el punto de preferir los deleites a su deber, ni tampoco ninguno dejó de exponerse al peligro con la esperanza de escapar de la pobreza y hacerse rico, convencidos de que era preciso el castigo del enemigo al goce de estos bienes, y mirando este riesgo como el más hermoso, quisieron afrontarlo para castigar  al enemigo y hacerse dignos de estos honores. Sólo tuvieron confianza en ellos mismos en el momento de obrar y al encontrarse ante el peligro sostenidos por la esperanza incluso ante la incertidumbre del éxito. Prefirieron buscar su salvación en la destrucción del enemigo y en la misma muerte que en el cobarde abandono; así escaparon al deshonor y perdieron su vida. En el azar de un instante nos han dejado alcanzando la mayor cima de la gloria y no el bajo recuerdo de su miedo.


“Así es como se mostraron dignos hijos de la ciudad. Los supervivientes deben hacer todo lo posible para conseguir una suerte mejor pero deben mostrarse al mismo tiempo intrépidos contra sus enemigos, considerando que la utilidad y provecho no se pueden reducir a las palabras de un discurso. También sería retrasarse inútilmente enumerar ante gente perfectamente informada, como lo sois vosotros, todos los esfuerzos encaminados a la defensa del país. Cuanto más grande os parezca el poder de la ciudad, más debéis pensar que existieron hombres esforzados y valientes que se lo procuraron por haber sabido practicar la audacia como sentimientos de un deber y haberse conducido con honor durante toda su vida. Y cuantas veces fracasaron no se creyeron en el derecho de privar a la ciudad de su valor y es así como le sacrificaron su virtud como la más noble contribución, haciendo el sacrificio de su vida en común y adquiriendo cada uno por su parte una gloria inmortal que les ha ganado sepultura honorable. Y esta tierra donde ahora descansan no es tanto como el recuerdo inmortal siempre renovado y ensalzado en discursos y conmemoraciones. Los hombres eminentes tienen la tierra entera por tumba. Lo que atrae la atención hacia ellos no es sólo las inscripciones funerarias grabadas sobre la piedra; tanto en su patria como en los países más alejados, su recuerdo persiste a pesar del epitafio, conservado en el pensamiento y no en los monumentos.


“Envidiad pues su suerte, decid que la libertad se confunde con la felicidad y el valor con la libertad y no miréis con desprecio los peligros de la guerra. No penséis que los ruines y cobardes que no tienen esperanza de mejor suerte son más razonables en guardar su vida que aquellos cuya vida está expuesta al peligro se aventuran a pasar de la buena a la mala fortuna y que si fracasan verán su suerte completamente transformada. Pues para un hombre sabio y prudente es más dolorosa la cobardía que una muerte afrontada con valor y animada por la esperanza común.


“Por tanto no me compadezco por la suerte de los padres que estáis presentes, sólo me limitaré a consolarles. Ellos saben que entre las desventuras y peligros a que estuvieron sujetos durante su vida se han ganado una merecida felicidad alcanzando esta honrosa muerte como guerreros, al tiempo que vosotros recibís el dolor más honroso viendo coincidir la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé muy bien cuán difícil es persuadiros. Ante la felicidad de los demás, felicidad de la que vosotros no habéis gozado, llegaréis en muchos momentos a recordar la memoria de vuestros desaparecidos. Ahora bien, sufrimos menos cuando nos privamos de los bienes que no hemos aprovechado que de la pérdida de aquellos a los que estamos habituados. Es preciso por tanto sufrirlo pacientemente y consolaros con la esperanza de tener otros hijos, aquellos de vosotros que todavía estáis en edad. En vuestra familia los hijos que tengáis en adelante os harán olvidar a los que ya no existen; y la ciudad ganará una doble ventaja: su población no disminuirá y la seguridad estará garantizada, pues lo que entregan a sus hijos al peligro en bien de la república, como lo han hecho los que perdieron a los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen. En cuanto a los que no tenéis esta esperanza, recordad la suerte que habéis tenido gozando de una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será corto ¡que la gloria de los vuestros consuele vuestra pena!; sólo el amor de la gloria no envejece y en la vejez no es capaz de seducirnos el amor al dinero, como algunos pretenden, sino los honores que nos dispensan.


“Y vosotros, hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo. No hay hombre que no elogie la virtud y esfuerzo de los que murieron. A vosotros, a pesar de vuestros méritos, os será muy difícil alcanzar su mismo nivel, y no digamos superarlo. Porque, entre los vivos, el afán de emulación  provoca siempre la envidia, mientras que todos elogian y honran a los que mueren. También haré mención de las mujeres que han quedado viudas, expresando mi pensamiento en una breve exhortación: toda su gloria consiste en no mostrarse inferiores a su naturaleza y a que se hable de ellas lo menos posible entre la gente, tanto en bien como en mal.


“He terminado. Conforme a las leyes, mis palabras han expresado todo lo que me pareció útil. En cuanto a los honores reales, han sido ya rendidos en parte a los que aquí yacen más honrados por sus obras que por mis palabras. En adelante, sus hijos, si son menores, serán adecuados hasta su adolescencia corriendo los gastos a cargo del Estado. Es una corona ofrecida por la ciudad a fin de recompensar las víctimas de estas batallas y sus supervivientes; pues los pueblos que recompensan la virtud con magníficos premios obtienen también los mejores ciudadanos.


“Ahora, una vez que habéis llorado en honor de los desaparecidos, retiraos.”



sábado, 6 de febrero de 2021

LA REVOLUCIÓN ROMANA (S. I A. C.)



El siglo I a. C. fue un siglo de inestabilidad social y política, marcado, sobre todo, por las guerras civiles. La primera de ellas enfrentó a Mario, jefe del partido popular, y Sila, jefe del partido senatorial, partidario de mantener los privilegios de los aristócratas. Ambos bandos se dedicaron a confiscar bienes y a asesinar a presuntos enemigos.

La muerte de Sila y el fin de su período de terror coincidió con el ascenso de Pompeyo, una de las grandes figuras del siglo I a. C. Siendo cónsul, Pompeyo encabezó una serie de campañas en Oriente que le otorgaron gran gloria: acabó con los piratas del Mediterráneo, sometió Asia Menor y conquistó Siria. De esta manera, Roma se aseguró el control del Mediterráneo oriental.

De manera paralela a las campañas de Pompeyo en Oriente, se forjó otra gran figura: Julio César. Pertenecía a una de las familias más ilustres de Roma, la gens Iulia, que se consideraba descendiente de la diosa Venus. Julio César conquistó las Galias, derrotando en el 52 a. C. al célebre líder Vercingétorix.



De vuelta a Roma, César cruzó el río Rubicón (que separaba la Galia de Italia) sin disolver las legiones y pronunciando, según cuenta la leyenda, la célebre frase alea iacta est (“la suerte está echada”). Pompeyo huyó a Grecia, donde fue derrotado en la batalla de Farsalia. César marchó a continuación a Egipto, donde tomó partido por Cleopatra en la disputa dinástica interna. Obtuvo la victoria definitiva sobre los hijos de Pompeyo en la batalla de Munda (Hispania).

Muerto Pompeyo –decapitado en Egipto- César se alzó como única figura dominante (dictator) e introdujo importantes reformas: calendario juliano, aumento de senadores, concesión de la ciudadanía romana a galos e hispanos, etc. Sin embargo, los partidarios del régimen republicano más tradicional se alarmaron ante la concentración de poder en una sola persona y se conjuraron para asesinarle. El magnicidio se produjo el 15 de marzo (idus de marzo) del 44 a. C., ante la estatua de Pompeyo. Entre los conjurados se hallaba Bruto, su ahijado. Es célebre la frase pronunciada por César cuando, herido de muerte, vio a Bruto entre los asesinos: Tu quoque, fili?


La muerte de César supuso un vacío de poder. Tres fueron los aspirantes a suceder al dictador: Octavio, sucesor previsto por César; Marco Antonio y Lépido, ambos lugartenientes de César. Los tres conformaron el Segundo Triunvirato –magistratura oficial durante cinco años; el Primer Triunvirato había estado formado por Craso, César y Pompeyo, décadas atrás-. La retirada de Lépido trajo consigo una nueva guerra civil, entre Octavio, que contaba con el apoyo del Senado, y Marco Antonio, que contó con el apoyo de Cleopatra. Ambos amantes fueron derrotados por Octavio en la batalla de Accio. Octavio fue designado princeps (literalmente, ‘primer ciudadano’) el 27 a. C. Se iniciaba una tercera etapa en Roma: el Imperio.

viernes, 5 de febrero de 2021

EL CONFLICTO PATRICIO-PLEBEYO



Decíamos hace ya algún tiempo que después de la expulsión del último de los reyes etruscos, Tarquinio el Soberbio, y en palabras de Indro Montanelli, “todo fue republicano en Roma”. Decíamos también que república significaba etimológicamente “la cosa pública”. Sin embargo, el sistema político romano, aun con vocación de alejarse de la tiranía de un rey, estaba lejos de ser un gobierno de todos y no tenía nada que ver, por ejemplo, con la democracia ateniense.

La república romana era, de facto, una oligarquía (“gobierno de unos pocos”). Esos pocos eran los patricios (< pater, patris), grandes terratenientes descendientes de los fundadores de Roma. Así, al menos, se consideraban ellos. Los plebeyos (< plebs, plebis), mayoritariamente comerciantes y artesanos, y también trabajadores de las tierras de los patricios, no tomaban parte alguna en el gobierno. Solo los patricios podían ser senadores o desempeñar alguna magistratura.

La historia de la política interior de Roma durante el período republicano (509-27 a. C.) está marcada por las tensiones entre ambas clases. Tras las guerras con etruscos y pueblos latinos, la situación de los plebeyos se hizo intolerable hasta el punto de que en el 494 a. C. se amotinaron en el Aventino, una de las siete colinas de Roma, y los patricios se vieron obligados a concederles una magistratura propia: el tribunado de la plebe. Su misión era proteger los intereses de los plebeyos y tenían el poder de suspender las leyes que desaprobaban al grito de “¡Veto!”. El poder de los cónsules y del Senado no podía lograr que se aprobase una ley contra el veto del tribuno. También gozaban de protección especial. Posteriormente fueron accediendo a diferentes magistraturas. De hecho, las leyes Licinias Sextias (s. IV a. C.) establecieron que uno de los dos cónsules tenía que ser plebeyo.

Fue así como se fue forjando una nueva aristocracia compuesta ya no solo por patricios, sino también por plebeyos adinerados. Sin embargo, las múltiples campañas de expansión que Roma mantuvo durante siglos –sobre las que trataremos próximamente- arruinaron a los campesinos pobres. Roma se convirtió en una gran urbs con una numerosa plebe empobrecida que sobrevivía gracias a los repartos públicos. En este contexto sucedieron desde el siglo II a. C. una serie de guerras, llamadas sociales, con tres hitos destacados:

-         la reforma agraria de los hermanos Graco: pretendía repartir el suelo público entre los pobres y distribuir trigo entre el pueblo. Ambos hermanos fueron asesinados.

-         el levantamiento de los pueblos itálicos para reclamar plena ciudadanía.

-         la célebre revuelta de Espartaco, un gladiador de origen tracio que causó estragos durante dos años al ejército romano hasta que fue derrotado por Craso. Tan cruelmente fueron castigados que nunca más hubo en Roma una insurrección. Aquí os dejo, para terminar, una de las escenas más célebres de la versión cinematográfica que Stanley Kubrick hizo de la revuelta: “¡Yo soy Espartaco!”